Inspiración:
Se habla con frecuencia de inspiración en el arte, pero pocas veces de inspiración en la vida y el trabajo de todos los días. Como si la inspiración fuera un asunto reservado a unos pocos elegidos y no una condición (valiosa, sin duda) que pudiera ocuparnos de manera gozosa en forma cotidiana.
Tal vez no nos gusta demasiado pensar en lo que auténticamente nos inspira. Por miedo a fracasar, a frustrarnos, a no dar con la tecla justa, a no poder estar a la altura de nuestros sueños, o porque lisa y llanamente la vida es dura y no hay ni tiempo ni espacio para exquisiteces de esta laya. Hay que comer, decimos, hay que producir, la vida es cara, nos obligan a competir, nadie te regala nada, si alguien te puede joder lo hace, cosas así, muy del mundo real, por lo demás. Está bien: algo sabemos de los límites que te imponen las reglas del mercado, nuestras zonas oscuras y nuestras naturales carencias y fragilidades.
Se habla con frecuencia de inspiración en el arte, pero pocas veces de inspiración en la vida y el trabajo de todos los días. Como si la inspiración fuera un asunto reservado a unos pocos elegidos y no una condición (valiosa, sin duda) que pudiera ocuparnos de manera gozosa en forma cotidiana.
Tal vez no nos gusta demasiado pensar en lo que auténticamente nos inspira. Por miedo a fracasar, a frustrarnos, a no dar con la tecla justa, a no poder estar a la altura de nuestros sueños, o porque lisa y llanamente la vida es dura y no hay ni tiempo ni espacio para exquisiteces de esta laya. Hay que comer, decimos, hay que producir, la vida es cara, nos obligan a competir, nadie te regala nada, si alguien te puede joder lo hace, cosas así, muy del mundo real, por lo demás. Está bien: algo sabemos de los límites que te imponen las reglas del mercado, nuestras zonas oscuras y nuestras naturales carencias y fragilidades.
Pero cada día que pasa intuyo con más fuerza que una manera de vivir con cierta inspiración es desmarcándonos de las leyes del mercado que hoy parecen querer dominarlo todo. A mí no me agrada que el mercado dicte cátedra sin contrapeso en todos los sitios donde fijamos la vista. Mejor dicho, me violenta. También me molesta que los poderosos se sientan tan seguros de su condición, y para rematar la idea me desagrada muchísimo que algunos ciudadanos se crean con derecho a disponer de las vidas de los demás por estar un escalón más arriba en cualquier cadena jerárquica de la que formen parte. Aprendí un poco tarde que las jefaturas –del nivel que sean– inhiben con frecuencia el ejercicio de la duda y la valoración del otro, y en ese momento supe que no quería ser jefe de nadie para no ser más cabrón aún de lo que ya somos instalados en este mundo. Empecé a tener la sensación física y espiritual de que iba a vivir de un modo más alegre (si cabe el término) conectado conmigo y con el resto sin odiosas obligaciones corporativas, desprendiéndome hasta donde pudiera de ese vicio que supone estar todo el santo día pidiéndoles cosas a los demás y siendo objeto de solicitudes mañana, tarde y noche.
Pensé en los beneficios no tan populares de la gratuidad, y sospeché que ella podía ser un buen punto de partida para vivir bien. Alguien me preguntó el otro día: “¿Qué prefieres? ¿Una buena vida o una vida mejor?”. Respondí instintivamente, sin pensarlo ni dudar: “Una buena vida, por supuesto”. Después argumenté: “¿Se puede aspirar a algo mejor que una buena vida? La vida mejor no existe, está en otra parte, y además me instala en la ansiedad”.
Cuando recibió el Premio Nobel de Literatura en 1996, la poeta polaca Wislawa Szymborska eligió hablar de la inspiración a pesar de no comprender muy bien qué es. Y dijo que este impulso interior no era privilegio exclusivo de los poetas y los artistas en general: “Hay, hubo, habrá siempre un número de personas en quienes de vez en cuando se despierta la inspiración. A este grupo pertenecen los que escogen su trabajo y lo cumplen con amor e imaginación. Hay médicos así, hay maestros, hay también jardineros y centenares de oficios más. Su trabajo puede ser una aventura sin fin, a condición de que sepan encontrar en él nuevos desafíos cada vez. Sin importar los esfuerzos y fracasos, su inquietud no desfallece. De cada problema resuelto surge un enjambre de nuevas preguntas. La inspiración, cualquier cosa que sea, nace de un perpetuo no lo sé”.
A mí me inspiran sus palabras, que vinieron acompañadas de un diagnóstico lapidario que el tiempo se ha encargado de ir confirmando: “El trabajo mal querido, el trabajo que aburre, es respetado únicamente porque no resulta accesible para todos, y esta situación constituye una de las más penosas desgracias humanas. No se vislumbra que los siglos venideros traigan un cambio feliz al respecto”.